Como seres humanos nos desarrollamos en distintas dimensiones: física, psíquica, afectiva y social. Esto significa que todos tenemos necesidad de atención y aprendizaje en todos estos ámbitos. El ritmo de desarrollo de cada individuo en cada una de estas áreas depende fundamentalmente de las circunstancias materiales, sociales y culturales de su propio entorno.

La afectividad, aunque no seamos concientes, la hemos aprendido desde muy pequeños y a menudo sólo desde la experiencia o, mejor dicho, desde la interpretación que cada uno ha hecho de su propia experiencia, más que desde un aprendizaje interactivo, reflexivo y explícito. Muchos de nosotros hemos experimentado la afectividad sin información previa de su complejidad, sino que hemos hecho un autoaprendizaje, del cual –con frecuencia– no hemos hecho una revisión posterior.

La afectividad es una de las pocas dimensiones que el ser humano empieza a vivir antes de aprenderla, por déficit educativo o porqué el bebé ya la vive antes de que los padres sepan como transmitirla. Por lo tanto, es más habitual de lo que desearíamos, que nos hayan presentado una afectividad fragmentada.

Desde muy pequeños la familia, la escuela y otros agentes sociales nos han enseñado que es necesario darse a los demás, porqué tenemos como una “deuda moral”, o que es bueno expresar agradecimiento a la vida y a los demás, o mostrar el altruismo innato en el ser humano o hacer un acto de amor, según los diferentes contextos socio-educativos. Pero no nos han enseñado otras caras de la afectividad, como la relación con nosotros mismos y la necesidad de aprender a recibir afecto.

A veces lo más difícil es escucharnos a nosotros mismos, ya sea por falta de tiempo o porque estamos acostumbrados a dar siempre y no a recibir, o bien porque nos encontramos más cómodos en la posición de ayudar y dar que en la de recibir y aceptar. Es la falta de conciencia de que nuestros sentimientos y nuestra expresión afectiva llevan la huella de nuestra propia socialización, la que hace que a menudo no nos demos nuevas oportunidades de vivir diferentes formas de amar, a nosotros mismos y a los demás.

Cuando nos sentimos comprometidos con alguna causa que requiere soporte social o cuando ofrecemos nuestra ayuda a alguien desde el corazón, por un lado nos entregamos sin esperar nada a cambio y -por otro- empezamos a entrar en contacto con la otra cara de la afectividad, aprendemos a recibir ayuda y la calidez de los demás cuando lo necesitamos. A menudo nos cuesta estar receptivos al soporte afectivo de los demás porque nos hace sentir débiles y vulnerables, lo cual, a su vez, nos provoca temor e inseguridad emocional.

El voluntariado social nos aporta algo que no podemos recibir de otra forma, tomar conciencia de que todos necesitamos la atención i el afecto de los demás, porqué saber recibir también es un acto de generosidad.

Es una oportunidad de desarmar los muros de la indiferencia afectiva para las carencias, inseguridades y habilidades que tenemos puedan convivir con más armonía. Dar y recibir son las dos caras de la arquitectura y de la esencia humana: las dos vertientes se complementan y nos sostienen, y los mejores frutos del ser humano se producen cuando ellas van de la mano. No es mejor dar que recibir, el acierto está en saber cuándo ejercer una u otra. Es nuestra interpretación socioculturamente creada e impregnada por nuestra vulnerabilidad la que nos hace sentir seguros cuando damos o inseguros cuando recibimos.

Ayudar y dejarnos querer nos ayuda a encontrar un equilibrio entre dar y recibir, que sin ninguna duda alimentará positivamente todas nuestras relaciones: de pareja, con los hijos, padres, compañeros de trabajo, amigos, conocidos y desconocidos. Darse la oportunidad de recibir afecto, independientemente de quien nos lo ofrezca, nos libera poco a poco del miedo a sentirnos inestables emocionalmente, así como nos impulsa a sentirnos más generosos y seguros al dar afecto a los demás.

Es cierto que el voluntariado social o cualquier trabajo hecho desde la filantropía no tiene una compensación material o económica, pero sí nos ayuda a expandirnos en nuevas formas de amar a los demás y a nosotros mismos y a entrar en contacto con un amor verdaderamente libre, momento en el que desaparecen muchos miedos del ser humano. Por un lado, porque tomamos conciencia de la colectividad, se disipan las sensaciones de soledad y, fundamentalmente, porque nos reconocemos capaces de nuestras válidas aportaciones. Estas contraprestaciones inevitablemente nos acarician la autoestima y nos iluminan el alma.

Dar a los demás es recibir, de más, amor para nosotros mismos y recibirlo de los demás, porqué «retro alimenta» nuestro ciclo afectivo vital, el aprendizaje del cual es ilimitado.

Publicado en la Revista RE

Barcelona, abril 2013